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por John Taylor Gatto
Cómo la educación pública discapacita a nuestros hijos, y por qué
Enseñé durante treinta años en algunas de las peores escuelas de Manhattan, y también en algunas de las mejores, y durante ese tiempo me convertí en un experto en aburrimiento.
El aburrimiento estaba por todas partes en mi mundo, y si le preguntabas a los estudiantes —como yo hacía a menudo— «¿por qué se sienten tan aburridos?», siempre daban las mismas respuestas: decían que el trabajo era estúpido, que no tenía ningún sentido, que ya lo habían estudiado antes.
Decían que querían estar haciendo algo real, no estar sólo sentados en clase. Decían que los maestros no parecían saber mucho acerca de las materias, y claramente no estaban interesados en aprender más. Y los estudiantes estaban en lo cierto: sus profesores estaban tan aburridos como ellos.
El aburrimiento es el estado común de los profesores de colegio, y cualquiera que haya pasado un tiempo en una sala de profesores puede dar fe de la baja energía, las quejas constantes, el desánimo que se ven allí.
Cuando se les pregunta por qué ellos están aburridos, los profesores tienden a culpar a los estudiantes, como es de esperar. ¿Quién no se aburriría enseñando a estudiantes groseros y que se interesan sólo en las calificaciones? Y a veces ni siquiera en eso.
Por supuesto, los maestros son ellos mismos productos del propio programa de escolarización obligatoria de doce años, que tanto aburre a sus estudiantes; y en cuanto personal de la institución, están inmersos en estructuras aún más rígidas que las impuestas a los estudiantes. ¿Quién, entonces, tiene la culpa?
Todos. Mi abuelo me lo enseñó.
Una tarde, cuando tenía siete años me le quejé que estaba aburrido, y él me golpeó con fuerza en la cabeza. Me dijo que no debía volver a utilizar ese término en su presencia; que si estaba aburrido era mi culpa y de nadie más. La obligación de divertirme e instruirme a mí mismo era del todo mía, y las personas que no lo supieran eran personas infantiles, que debían evitarse si es posible. Ciertamente no eran de fiar.
Ese episodio me curó de aburrimiento para siempre, y en ocasiones pude transmitir esta lección a algún estudiante notable. En general, sin embargo, me parecía inútil desafiar la noción oficial de que el aburrimiento y la inmadurez eran el estado natural de las cosas en el aula. A menudo tuve que desafiar la costumbre, e incluso la ley, para ayudar a los niños a salir de esta trampa.
El imperio contraatacó, por supuesto; los adultos inmaduros frecuentemente confunden oposición con deslealtad.
Una vez regresé de un permiso médico, y descubrí que toda evidencia de que se me hubiera sido concedido el permiso había sido deliberadamente destruida. Había perdido mi trabajo por “abandonarlo”, ¡y ya no poseía ni siquiera una licencia de enseñanza!
Después de nueve meses de tormentoso esfuerzo, logré recuperar la licencia, pues una secretaria de la escuela declaró haber sido testigo del complot. Mientras tanto, mi familia sufrió más de lo que quiero recordar.
Para cuando finalmente me jubilé en 1991, tenía más que suficientes razones para ver a nuestros colegios —con su confinamiento forzado de estudiantes y profesores a largo plazo, en edificios que parecen bloques de celdas— como fábricas virtuales de inmadurez.
Mas honestamente no entiendo por qué tiene que ser de esa manera. Mi propia experiencia me había revelado lo que seguramente muchos otros maestros también notan (y que sin embargo deben guardarse para sí por temor a represalias): si quisiéramos, fácil y económicamente podríamos deshacernos de las viejas estructuras estúpidas, y ayudar a que los adolescentes reciban educación en vez de limitarse a recibir escolarización.
Podríamos fomentar las mejores cualidades de la juventud —curiosidad, aventura, resiliencia; la capacidad de sorprendentes intuiciones— simplemente siendo más flexibles en cuanto a tiempo, textos y pruebas; presentando a los jóvenes a adultos verdaderamente competentes, y dando a cada estudiante la autonomía que se necesita para correr riesgos de vez en cuando.
Pero no hacemos eso. Y cuanto más me preguntaba por qué, e insistía en enfocar el “problema” de la escolarización como lo haría un ingeniero, más me alejaba de la cuestión central: ¿qué tal si no hay un “problema” con nuestros colegios? ¿Qué tal si son como son —gastando tantos recursos mientras ignoran el sentido común y la larga experiencia en cómo los jóvenes aprenden cosas— no porque están haciendo algo mal, sino porque están haciendo bien lo que se supone que hagan? ¿Es posible que George W. Bush accidentalmente haya dicho la verdad, cuando dijo que no dejaría que “ningún niño se quede atrás”? [1] ¿Podría ser que nuestros colegios están diseñados para asegurarse de que ningún joven realmente madure?
¿Necesitamos realmente escuelas? No me refiero a la educación, sólo a la escolarización forzada: seis clases al día, cinco días a la semana, nueve meses al año, durante doce años. ¿Es esta rutina mortal realmente necesaria? Y si es así, ¿para qué?
No traten de justificarla mencionando a la lectura, escritura y aritmética como su razón de ser, porque dos millones de felices homeschoolers [2] sin duda han refutado esa justificación banal.
E incluso si no fuera así, un número considerable de famosos estadounidenses jamás pasó por esa exprimidora de doce años que nuestros jóvenes actualmente atraviesan, y les fue bien. ¿George Washington, Benjamin Franklin, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln? Alguien les enseñó, sin duda, pero no fueron productos de un sistema escolar, y ninguno de ellos se “graduó” de un colegio.
A lo largo de la mayor parte de la historia de América, por lo general los niños no iban al colegio; sin embargo esos no-escolarizados llegaron a ser almirantes, como Farragut; inventores, como Edison; capitanes de la industria, como Carnegie y Rockefeller; escritores, como Melville y Twain y Conrad; e incluso eruditos, como Margaret Mead.
De hecho, hasta hace poco quienes llegaban a la edad de trece años ya no eran considerados niños en absoluto. Ariel Durant, quien co-escribió una enorme y muy buena historia del mundo en varios volúmenes con su marido, Will, estaba felizmente casada a los quince años, y ¿quién razonablemente podría afirmar que Ariel Durant era una persona sin educación? Sin escolarización, tal vez, pero no sin educación.
En este país se nos ha enseñado en los colegios a concebir el “éxito” como sinónimo, o al menos dependiente de la “escolarización”; pero históricamente eso no es verdad, ya sea en un sentido intelectual o financiero. Y muchas personas en todo el mundo hoy en día hallan maneras de educarse a sí mismos sin recurrir a un sistema de escuelas secundarias obligatorias, que demasiado a menudo parecen cárceles.
¿Por qué, entonces, los estadounidenses identifican educación con un sistema de escolarización forzada, y sólo con ese sistema? ¿Cuál es exactamente el propósito de nuestros colegios públicos?
La escolarización de masas de carácter obligatorio empezó a calar en los Estados Unidos entre 1905 y 1915, a pesar de que fue concebida mucho antes e impulsada durante la mayor parte del siglo XIX. La razón dada para este enorme trastorno de la vida familiar y las tradiciones culturales fue, en términos generales, triple:
1) Hacer gente buena.
2) Hacer buenos ciudadanos.
3) Hacer que cada persona sea lo mejor que puede ser.
Estos objetivos se siguen citando regularmente hoy en día, y la mayoría de nosotros los aceptamos de una forma u otra como una definición decente de los objetivos de la educación pública, no importa cuánto fracasen los colegios en alcanzarlos. Pero estamos totalmente equivocados.
Hay en los libros numerosas y sorprendentemente consistentes declaraciones del verdadero propósito de la enseñanza obligatoria. Tenemos, por ejemplo, al gran H. L. Mencken, que escribió en The American Mercury en abril de 1924 que el objetivo de la educación pública obligatoria no es…
…llenar a los jóvenes con conocimiento y despertar su inteligencia (…) Nada más lejos de la verdad. El objetivo (…) es simplemente reducir a tantas personas como sea posible al mismo nivel de mediocridad, un nivel seguro para las élites; el objetivo es criar y formar una ciudadanía estandarizada; sofocar la disidencia y la originalidad. Ése es su objetivo en los Estados Unidos (…) y ése es su objetivo en cualquier otro sitio.
Debido a la reputación de satírico de Mencken, podríamos sentirnos tentados a descartar este pasaje como exagerado sarcasmo. Su artículo sin embargo continúa rastreando el modelo de nuestro sistema educativo hasta el hoy desaparecido (aunque nunca ha de ser olvidado por su nefasto legado) estado militar de Prusia.
Y aunque sin duda Mencken era consciente de la ironía de que hacía poco habíamos estado en guerra con Alemania —heredero del pensamiento y cultura prusianas—, él estaba hablando totalmente en serio: nuestro sistema educativo es realmente prusiano en su origen, y eso es motivo real de preocupación.
El extraño origen prusiano de nuestras escuelas aparece una y otra vez en la literatura, una vez que sabes buscarlo. William James hizo alusión a ello muchas veces en el cambio de siglo. Orestes Brownson —héroe del libro de Christopher Lasch de 1991, El verdadero y único cielo— denunciaba públicamente la prusianización de las escuelas estadounidenses allá en la década de 1840. El “Séptimo Informe Anual” de Horace Mann a la Junta de Educación del estado de Massachusetts en 1843 es esencialmente una alabanza a la tierra de Federico el Grande y un llamado a que su escolarización sea implantada aquí.
No ha de extrañar que la cultura de Prusia haya tenido gran influencia en Estados Unidos, dada nuestra asociación temprana con ese estado utópico. Un prusiano sirvió como ayudante de Washington durante la Guerra de la Independencia, y tantas personas de habla alemana se habían asentado aquí para 1795 que el Congreso consideró publicar una edición en alemán de las leyes federales.
Pero lo chocante es que hayamos adoptado tan afanosamente uno de los peores aspectos de la cultura de Prusia: un sistema educativo deliberadamente diseñado para: producir inteligencias mediocres; paralizar la vida interior; negarle a los estudiantes habilidades de liderazgo apreciables, y garantizar a las élites ciudadanos dóciles e incompletos… Todo con el fin de volver a la población “manejable”.
Fue gracias a James Bryant Conant —presidente de la Universidad de Harvard durante veinte años, especialista en gas venenoso durante la Primera Guerra Mundial, ejecutivo del proyecto de la bomba atómica de la Segunda Guerra Mundial, alto comisionado de la zona americana en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, y verdaderamente una de las figuras más influyentes de la siglo XX— que me enteré por primera vez de los efectos reales de la enseñanza escolarizada.
Sin Conant, probablemente no tendríamos el mismo estilo e importancia de las pruebas estandarizadas que hoy “disfrutamos”, ni hubiéramos sido “bendecidos” con colegios secundarios gigantescos que embodegan de dos mil a cuatro mil estudiantes a la vez, como el famoso colegio Columbine de Littleton, Colorado. [3]
Poco después de retirarme de la enseñanza, leí el ensayo de 1959 de Conant: The Child the Parent and the State (“El niño, el padre y el Estado”) y me intrigó verlo mencionar de pasada que las escuelas modernas a las que asistimos fueron el resultado de una “revolución” diseñada entre 1905 y 1930.
¿Una revolución? Conant se niega a explicarse, pero dirige a los curiosos al libro de 1918 de Alexander Inglis, Principios de la educación secundaria, en el cual «uno veía esta revolución a través de los ojos de un revolucionario».
Inglis, cuyo nombre lleva una cátedra de educación en Harvard, deja perfectamente claro que la enseñanza obligatoria en este continente estaba destinada a ser lo mismo que había sido para Prusia en la década de 1820: una infiltración en el creciente movimiento democrático que amenazaba con dar los campesinos y los proletarios más fuerza. La escolarización “moderna”, industrializada y obligatoria debía poner un alto a la creciente unidad de estas clases bajas, y dividirlas.
Separando a los estudiantes por temas, edades, por clasificaciones en constantes exámenes; y con muchos otros medios más sutiles, sería poco probable que la masa ignorante de la humanidad, separada desde la infancia, volviese a reintegrarse en una unidad peligrosa.
Inglis divide el propósito —el propósito real— de la escolarización moderna en seis funciones básicas, cualquiera de las cuales es suficiente para espantar a aquellos lo suficientemente cándidos para creerse los tres objetivos tradicionales enumerados anteriormente (“hacer gente buena, hacer buenos ciudadanos, hacer que cada persona sea lo mejor que puede ser”):
1) La función “ajustativa” o de adaptación. Las escuelas deben establecer hábitos fijos de reacción a la autoridad (obediencia automática). Esto, por supuesto, descarta por completo desarrollar juicio crítico. También descarta que se enseñe material útil o interesante, porque no se puede evaluar la obediencia inmediata a menos que se obligue a los niños a aprender y hacer cosas tontas y aburridas.
2) La función de integración. Podría llamarse “la función de la conformidad”, porque su intención es hacer que los niños sean tan parecidos como sea posible. Las personas que se amoldan son predecibles, y esto es de gran utilidad para quienes deseen aprovechar y manipular una gran fuerza de trabajo.
3) La función de diagnóstico y direccionamiento. La escuela ha de determinar la función social adecuada de cada estudiante, y encaminarlos hacia ella. Esto se hace registrando evidencia matemática y anecdótica en registros acumulativos. En “su expediente permanente”. Sí, usted tiene uno.
4) La función de diferenciación. Una vez que su rol social ha sido “diagnosticado”, los estudiantes deben ser separados según esos roles y capacitados sólo en lo que requiere dicho rol, y nada más. Y luego hablan de «hacer que cada persona sea lo mejor que puede ser»…
5) La función selectiva. Esto no se refiere en absoluto a las decisiones personales, sino a la teoría de la selección natural de Darwin aplicada a lo que él llamaba “las razas favorecidas”. En resumen, la idea es facilitar la evolución tratando conscientemente de mejorar la raza. Las escuelas han de identificar y marcar a los no aptos con suficiente claridad —con malas calificaciones, cursos remediales, suspensos y otros castigos— de tal manera que sus compañeros los vean como inferiores y rehúsen reproducirse con ellos. Eso es lo que todas esas pequeñas humillaciones desde primer grado en adelante estaban destinadas a hacer: mandar la suciedad por el desagüe.
6) La función propedéutica. El sistema social que suponen estas normas requiere un grupo de élite a cargo. A tal efecto, a una pequeña fracción de estudiantes discretamente se les enseñará cómo manejar este proyecto continuo; cómo supervisar y controlar una población deliberadamente atontada e inerme, con el fin de que el gobierno no sea desafiado ni a las empresas les falte mano de obra obediente.
Ése es, por desgracia, el verdadero propósito de la educación pública obligatoria. No crea el lector que Inglis era sólo un loco aislado en su visión demasiado cínica de las instituciones educativas, pues no era el único en defender estas ideas.
El propio Conant, a partir de las ideas de Horace Mann y otros, proponía incesantemente un sistema escolar estadounidense diseñado con esas ideas. Hombres como George Peabody —que financió la causa de la escolarización obligatoria en todo el Sur— sin duda entendieron que el sistema prusiano era útil para crear no sólo un electorado inofensivo y una mano de obra servil, sino también una manada de consumidores inconscientes.
Con el tiempo, un gran número de titanes industriales llegó a reconocer los enormes beneficios de criar y cuidar así un “rebaño” a través de la educación pública, entre ellos Andrew Carnegie y John D. Rockefeller.
Ahi está. Ya lo sabes. No necesitamos una concepción marxista de una gran “guerra de clases” para ver que si una élite se propone “gestionar” o “administrar” a las masas, le conviene embrutecer a los individuos, desmoralizarlos, dividirlos unos a otros, y descartarlos si no se amoldan.
La “lucha de clases” podría enmarcar una propuesta tal por parte de las élites; como cuando Woodrow Wilson, entonces presidente de la Universidad de Princeton y futuro presidente de EE.UU., dijo lo siguiente a la Asociación de Profesores de Nueva York en 1909:
Queremos que una clase de personas tengan una educación liberal, y queremos que otra clase de personas, una clase mucho más grande, por necesidad, en todas las sociedades, renuncie a los privilegios de una educación liberal y se adapten a realizar difíciles tareas manuales específicas.
Pero los motivos detrás de las desagradables decisiones políticas —deliberadamente hundir a la inmensa mayoría de la juventud— que provocan estos resultados en la educación, no tienen que estar basados en la lucha de clases, no. Pueden provenir exclusivamente del miedo, o de la creencia hoy tan popular de que la “eficiencia” es la virtud suprema; más que el amor, la libertad, la risa, o la esperanza.
Por encima de todo, pueden derivarse de la simple ambición de controlar a los demás. Después de todo, había grandes fortunas por amasar en una economía basada en la producción en masa y organizada para favorecer a las grandes corporaciones en lugar de la pequeña empresa o la granja familiar.
Mas la producción en masa requiere el consumo de masas, y a principios del siglo XX la mayoría de los estadounidenses consideraba tan antinatural como poco prudente comprar cosas que en realidad no necesitaban.
¡La escolarización obligatoria fue un regalo del cielo en ese aspecto! Los colegios no tuvieron necesidad de enseñar directamente a los estudiantes a consumir sin freno, porque hicieron algo aún mejor: enseñaron a los estudiantes a no pensar en absoluto, sino obedecer. Y los dejó presas de otro gran invento de la era moderna: el marketing.
Ahora, no es necesario haber estudiado márketing para saber que hay dos grupos de personas a los que siempre se puede convencer de consumir más de lo que necesitan: los adictos y los niños. Los colegios han hecho un buen trabajo convirtiendo a nuestros hijos en adictos-a-la-autoridad, pero han hecho un trabajo espectacular convirtiendo a nuestros hijos en… niños.
Una vez más, esto no es casual. Los teóricos desde Platón a Rousseau hasta nuestro Dr. Inglis sabían que si los niños eran enclaustrados con otros niños, despojados de responsabilidad e independencia, animados a desarrollar sólo emociones trivializantes como la codicia, la envidia, los celos y el miedo, crecerían, pero nunca realmente madurarían.
En la edición de 1934 de su otrora conocido libro, La educación pública en los Estados Unidos, Ellwood P. Cubberley detallaba y alababa cómo la estrategia de extender la escolarización obligatoria, había extendido la infancia de dos a seis años; y eso que la escolarización obligatoria era en ese momento algo todavía bastante nuevo.
Este mismo Cubberley —quien fuera decano de la Facultad de Educación de Stanford, editor de libros de texto en Houghton Mifflin, y amigo y corresponsal de Conant en Harvard— había escrito lo siguiente en la edición de 1922 de su libro Administración de Colegios Públicos:
Nuestros colegios son (…) fábricas en las que a la materia prima (los niños) ha de dársele forma (…) y es el negocio de los colegios fabricar alumnos de acuerdo con las especificaciones establecidas».
Especificaciones establecidas por las élites, por supuesto.
Viendo nuestra sociedad actual, es perfectamente obvio cuáles eran esas especificaciones. ¡La madurez ha sido expulsada de casi todos los aspectos de nuestras vidas! Las leyes de divorcio fáciles han eliminado la necesidad de trabajar en las relaciones; el crédito fácil ha eliminado la necesidad de ahorrar y ser austero; el entretenimiento fácil ha eliminado la necesidad de aprender a entretenerse uno mismo; las respuestas fáciles y los eslóganes han eliminado la necesidad de pensar y hacerse preguntas difíciles.
Nos hemos convertido en una nación de niños, alegremente dispuestos a creer las mentiras de los políticos y los elogios de la publicidad, de una manera que ofendería a verdaderos adultos. Compramos televisores, y luego compramos las cosas que vemos en la televisión. Compramos computadoras, y luego compramos las cosas que vemos en la computadora. Compramos zapatos deportivos de $150 independientemente de si los necesitamos o no, y cuando se destruyen demasiado pronto compramos otro par. Compramos enormes 4x4 y nos creemos la mentira de que son más seguros, incluso luego de volcarnos.
Y ni nos inmutamos cuando Ari Fleischer, antiguo portavoz de Bush, nos dice que debemos «tener cuidado con lo que dicen», incluso si recordamos que en algún momento nos enseñaron en la escuela que Estados Unidos es la tierra de la libertad. Simplemente nos la creímos. Nuestra escolarización, según lo previsto, se ha asegurado de ello.
Ahora las buenas noticias. Una vez que entiendes la lógica subyacente a la escuela moderna, sus trucos y trampas son bastante fáciles de evitar.
Los colegios entrenan a los estudiantes a ser empleados y consumidores; enséñale a tus hijos a ser líderes y aventureros. Las escuelas entrenan a los niños a obedecer instantáneamente; enséñale a tus hijos a pensar crítica e independientemente. Los niños bien escolarizados toleran mal el aburrimiento; ayúdale a los tuyos a desarrollar una vida interior tan rica de tal manera que nunca se aburran.
Úrgelos a enfrentarse al material “serio”, el “material adulto”, en historia, literatura, filosofía, música, arte, economía, teología…, cosas todas que los maestros de colegio se esfuerzan en evitar. Desafía a tus hijos con mucho tiempo a solas, para que puedan aprender a disfrutar de su propia compañía, para que lleven a cabo diálogos internos. Las personas “bien escolarizadas” han sido acostumbradas a temer estar solas, y buscan compañía constante a través de la televisión, la computadora, el teléfono celular, amistades superficiales rápidamente adquiridas y rápidamente abandonadas. Tus hijos deben tener una vida más significativa, ¡y claro que pueden!
En primer lugar, sin embargo, hay que admitir lo que realmente son nuestros colegios: laboratorios de experimentación en las mentes jóvenes; centros de entrenamiento por repetición de los hábitos y actitudes que gobiernos e industrias exigen. La educación obligatoria beneficia a los niños sólo incidentalmente; su propósito real es convertirlos en siervos.
No dejes que a tus hijos “les alarguen” su infancia, ni siquiera por un día. Si David Farragut pudo tomar el mando de un buque de guerra británico capturado siendo preadolescente; si Thomas Edison pudo publicar un periódico a la edad de doce años; si Ben Franklin pudo convertirse en aprendiz de impresor a la misma edad (sometiéndose a continuación a un curso de estudio que agobiaría a un universitario actual), no hay manera de saber de qué son capaces tus hijos.
Después de una larga vida, y de treinta años en las trincheras de secundarias públicas, he llegado a la conclusión de que “la genialidad” es algo muy abundante. Suprimimos nuestro genio sólo porque todavía no hemos descubierto la manera de “administrar y gobernar” una población de hombres y mujeres educados y libres. La solución, creo, es simple y gloriosa: que se gobiernen a sí mismos.
Publicado originalmente en la edición de septiembre de 2003 de Harper’s Magazine.
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