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por Tom Woods.
Artículo original: Forgotten Facts of American Labor History, publicado por el Mises Institute.
Casi todo lo que la gente cree que sabe acerca de los sindicatos y fijación de salarios es erróneo.
El cuento típico que prácticamente todos los estudiantes escuchan en el curso de su educación es que antes de la aparición de los sindicatos, los trabajadores estadounidenses eran terriblemente explotados y sus salarios disminuían constantemente. La mejora de las condiciones del trabajo se debió enteramente, o al menos en gran parte, al sindicalismo y a la legislación laboral. Si no fuera por éstos, la gente todavía estaría trabajando semanas de 80 horas y los niños aún estarían trabajando en minas.
Sin embargo, este cuento trillado es casi enteramente falso, y las partes de él que son verdaderas (por ejemplo, el bajo nivel de vida que las personas disfrutaban en el siglo XIX) son verdaderas por razones distintas a las que afirman los historiadores pro-sindicatos, que ven en ellos sólo la confirmación de sus prejuicios contra la economía de mercado.
Hasta los años veinte, la legislación laboral estadounidense se basaba en lo siguiente:
La libertad de contratación y asociación eran principios esenciales. Un obrero era perfectamente libre de rechazar cualquier oferta que un empleador pudiera hacerle, y un empleador tenía asimismo derecho a rechazar cualquier oferta hecha por un obrero. Un empleado era libre de negar sus servicios laborales si no estaba satisfecho con los términos ofrecidos; asimismo, se permitía a grupos de trabajadores ejercer conjuntamente este derecho individual. No obstante, a nadie se le permitía impedir que las personas que deseaban trabajar ejercieran su derecho a hacerlo.
A los huelguistas —como a cualquier otro— se les prohibía interferir con el derecho de los consumidores a comprar donde prefieran. Las huelgas no podían impedir a los proveedores hacer sus entregas, ya que hacerlo violaría los derechos de otros.
Por último, ya que las instalaciones de la empresa eran propiedad privada, el empleador tenía el derecho absoluto de decidir a quién se le permitiría entrar y a quién no, y agitadores ajenos a la empresa que quisieran ingresar con el propósito de agitar a sus empleados podían ser legalmente impedidos de ingresar.
Este enfoque jurídico de sentido común hacia el sindicalismo comenzó a ceder con la Ley Norris-La Guardia, promulgada por Herbert Hoover en 1932. La legislación volvió inaplicables ante los tribunales las cláusulas de “perro amarillo”, en las cuales el empleado se comprometía a abstenerse de actividades sindicales como condición para ser contratado. [esas cláusulas se mantuvieron para el inequitativo beneficio del sector público, sin embargo. N. del T.]
Esa ley también eximía a los sindicatos de responsabilidad frente a la Ley Sherman, que perseguía la colusión y los carteles monopólicos que restringían indebidamente el libre comercio. Aunque la Ley Sherman debió haber sido (y aún debería) ser derogada, si alguna vez hubo alguna institución culpable de “restringir el comercio”, son los sindicatos, pues ellos no sólo se niegan a trabajar durante las huelgas, sino que también utilizan la intimidación y la fuerza para impedir a la competencia no-sindical ofrecer sus servicios.
En lo sucesivo la ley consideraría criminal en cualquier otro contexto la colusión y los carteles, salvo en el caso de los sindicatos.
La ley también prohíbe a los tribunales federales emitir órdenes de amparo judiciales contra los sindicatos en algunos casos, y gravemente limita dicha capacidad para hacerlo en otros. Decisiones reiterativas de la Corte Suprema dejaron en claro que la ley en efecto protegía a los sindicatos de ser enjuiciados por infracciones que pudieran haber cometido durante conflictos laborales. Las órdenes de amparo judiciales se habían utilizado para poner fin a la violencia sindical y la destrucción de la propiedad de la empresa cuando las autoridades policiales locales parecían renuentes o incapaces de proteger la vida y la propiedad. Lógicamente los sindicatos odiaban las órdenes de amparo judiciales.
Como explica el historiador laboral Morgan Reynolds:
Una orden judicial limitaba temporalmente las acciones sindicales, hasta que haya un juicio; esto explica la intensa campaña sindical contra su uso en los conflictos laborales, porque una vez que las huelgas violentas se suspendían durante unos días, era difícil revivirlas, reorganizarlas y reavivarlas.
Es uno de los muchos mitos de la historia sindical estadounidense que los tribunales emitían órdenes de amparo judiciales con frecuencia e indiscriminadamente. El economista Sylvester Petro llevó a cabo un estudio exhaustivo del período comprendido entre 1880 y 1932, y determinó que dichas órdenes eran extremadamente raras: se emitieron órdenes de amparo judiciales federales en menos del 1% de todas las huelgas, mientras que las órdenes de amparo judiciales estatales se emitieron en menos del 2% de las huelgas.
Y estas pocas órdenes fueron emitidas no para frustrar la actividad sindical per se, sino para detener la violencia contra las personas y la propiedad. En adelante incluso esta protección de los derechos del empleador —sí, los empleadores también tienen derechos— sería inexistente.
El New Deal aprobó la Ley Nacional de Relaciones Laborales de 1935, más comúnmente conocida como la Ley Wagner. Antes, un trabajador que no deseaba afiliarse a un sindicato o pagar sus cuotas podía no hacerlo, y no estaba obligado a pagar cuotas. Gracias a la Ley Wagner, esa libertad individual desapareció. A partir de entonces, si la mayoría de los trabajadores de una determinada negociación colectiva eligiera sindicalizarse, entonces ese sindicato representaba a todos los trabajadores, y podía exigirles que se unieran o al menos que pagaran las cuotas.
La defensa habitual de tal coerción es que, dado que la Ley Wagner exigía que un solo agente negociador certificado representara a todos los trabajadores en negociación colectiva, era justo que todos los trabajadores tuvieran que contribuir al sindicato. Después de todo, se argumenta, ya que todos los trabajadores se beneficiaban de las negociaciones que sindicato hacía en su nombre, estaría mal que no contribuyeran a los gastos del sindicato.
Esta objeción pasa por alto el problema real, que es la idea de tener sólo un agente de negociación exclusivo.
Si los sindicatos se limitasen a negociar únicamente a nombre de sus propios miembros, entonces no habría el problema de que quienes no sean miembros obtengan beneficios sindicales de forma gratuita; las contratos colectivos negociados por el sindicato no cobijarían a los empleados no afiliados al sindicato. Si se permitiera que los individuos se representaran a sí mismos y negociaran contratos con sus empleadores en sus propios términos, los que desearen permanecer sin sindicato no estarían “recibiendo indebidamente” los beneficios otorgados a los sindicatos, ya que el sindicato simplemente no negociaría a nombre de ellos. Pero la ley laboral federal ya no garantiza a los trabajadores esta libertad.
(Como resultado de la Ley Taft-Hartley de 1947 —que los historiadores sindicalistas detestan, a pesar de la suavidad de sus disposiciones, que poco hicieron para invalidar la legislación laboral para entonces establecida— los estados tienen el derecho de aprobar “leyes del derecho al trabajo” que prohíban a los sindicatos intentar forzar a los trabajadores a afiliarse y pagar las cuotas de afiliación, como “precio” por mantener sus puestos de trabajo.)
Una vez que el sindicato ha sido oficialmente designado por la mayoría de los trabajadores como el agente negociador exclusivo de todos los trabajadores, el sindicato nunca está obligado a presentarse a reelección. Incluso luego de que todos los trabajadores que originalmente votaron por el sindicato hayan muerto o se hayan jubilado o ido a trabajar a otra empresa/industria, simplemente se supone que el sindicato tiene el apoyo de la mayoría de los trabajadores. Los nuevos trabajadores no tienen ninguna voz respecto a la existencia de ese sindicato, o que actúe como su agente.
La Ley Wagner también obligó a los empleadores a negociar “de buena fe” con los sindicatos establecidos por la mayoría de los trabajadores. Si un empleador cumplía o no con la vaga instrucción de negociar “de buena fe”, era determinado por el todopoderoso Consejo Nacional de Relaciones Laborales.
Además, la Ley Wagner también interfirió con la libertad de expresión de los empleadores, al convertir en “práctica laboral desleal” que los empleadores intenten influir en la decisión de sus empleados de sindicalizarse o no. Se exigía que los empleadores permitan a “organizadores sindicales” —es decir, desconocidos que no trabajan para la empresa— usar las instalaciones de la empresa con el propósito de persuadir a los empleados a sindicalizarse.
Adicionalmente la Ley Wagner otorgaba a los sindicatos un grado de inmunidad legal que no se concedía a ningún otro grupo de la sociedad. La ley hizo inmunes a los sindicatos a las reclamaciones de “responsabilidad vicaria” o indirecta. Eso significa que los sindicatos no son legalmente responsables de cualquier violencia que sus miembros puedan cometer, incluso si los propios dirigentes sindicales ordenan la violencia.
Todas estas medidas legislativas facilitaron mucho a los sindicatos el logro de sus objetivos. A fin de cumplir con su propósito declarado de aumentar los salarios de sus miembros, los sindicatos deben restringir el acceso del empleador a fuentes alternativas de trabajo.
En otras palabras: los trabajadores no sindicalizados que deseen aceptar un empleo en las condiciones ofrecidas por un empleador cuya empresa esté sindicalizada, deben ser impedidos de hacerlo.
Edward Chamberlin, de la Universidad de Harvard, describió el singular estatus legal que se les ha otorgado a los sindicatos:
Si A negocia con B la venta de su casa (la de A), y si a A se le conceden los privilegios de un sindicato moderno, podrá: 1: conspirar con todos los demás dueños de casas para que no le ofrezcan sus casas a B, usando la violencia o amenaza de violencia si fuera necesario para impedírselo; 2: prohibirle a B acceder a cualquier oferta alternativa; 3: rodear la casa de B y bloquear todas las entregas a esa casa, incluyendo de alimentos (excepto por correo postal)*; 4: detener todo movimiento desde la casa de B, de modo que si él es por ejemplo un médico, no podría salir a vender sus servicios y ganarse la vida; y 5: instituir un boicot de los negocios de B. Todos estos privilegios, si fuera capaz de llevarlos a cabo, sin duda fortalecerían la posición de A. Pero no serían considerados por nadie como “elementos naturales de la negociación”, sino como violencia, extorsión y abuso; a menos que A fuera un sindicato de trabajadores.
* Es un crimen federal en EE.UU. obstaculizar el funcionamiento del correo federal. [N. del T.]
No es de extrañar que el Premio Nobel F.A. Hayek haya dicho: «Hemos llegado a un estado en el que [los sindicatos] se han convertido en instituciones privilegiadas fuera del imperio de la ley».
En la práctica, durante las huelgas la policía típicamente se mantenía a un lado y no hacía nada ante la intimidación por parte de los sindicatos o ante la violencia contra los trabajadores no sindicalizados o aquellos que simplemente deseaban seguir trabajando (esta es una de las razones por las que el amparo judicial se buscaba tan a menudo en el pasado contra las huelgas violentas). Mediante este tipo de coerción, los sindicatos pueden privar a los empleadores de trabajadores si no acceden a las demandas sindicales.
Como escribió Henry George en el siglo XIX: «Aquellos que te hablan de sindicatos dedicados a aumentar los salarios sólo a través de la persuasión moral, son como los que te hablan de tigres vegetarianos». La principal herramienta de los sindicatos es la coerción y la violencia, o la amenaza de violencia.
El resultado de la actividad sindical, por lo tanto, es reducir el número de empleos en una industria y aumentar los salarios de los trabajadores sindicalizados, relegando al mismo tiempo a muchos trabajadores, expulsados de esa industria (por la disminución forzada de la demanda de trabajo) hacia otras industrias; cuyos salarios deben disminuir como resultado de la mayor oferta de trabajadores ahora obligados a competir por ellos.
El resultado neto es que los beneficios para unos trabajadores, son a costa de otros trabajadores; los beneficios que reciben unos trabajadores, son compensados por peores condiciones laborales infligidas a otros trabajadores.
Cuando la actividad sindical reduce el número de personas que pueden emplearse de manera rentable en ciertos oficios calificados, aumenta correspondientemente el número de trabajadores calificados que se ven obligados a encontrar trabajo en campos que están muy por debajo de su nivel de competencia.
El resultado de este desplazamiento de mano de obra calificada es como si los trabajadores nunca hubieran poseído estas habilidades en primer lugar. Si los privilegios sindicales impiden que algunos trabajadores aprovechen sus habilidades especiales, el efecto es igual a que si no las tuvieran. Así la sociedad produce por debajo de su potencial, y la riqueza que de otra manera hubiera sido creada, no existe.
Las formas en que el sindicalismo empobrece a la sociedad son numerosas: desde las distorsiones en el mercado de trabajo descritas anteriormente, a las normas laborales sindicales que desalientan la eficiencia y la innovación. El daño que los sindicatos han infligido a la economía en la historia reciente es en realidad mucho mayor de lo que cualquiera podría suponer. Los economistas Richard Vedder y Lowell Gallaway† calculan que en los últimos 50 años los sindicatos han costado a la economía estadounidense unos 50 millones de millones de dólares.
† de la Universidad de Ohio, en un estudio publicado conjuntamente a finales de 2002 por el National Legal and Policy Centre y el Instituto John M. Olin.
No es una cifra sobredimensionada. «Las pérdidas económicas por ese lastre no son impactos aislados, de una sola vez, en la economía», explica el estudio. «Lo que nuestras simulaciones revelan es el poderoso efecto exponencial, compuesto, a lo largo de más de medio siglo de lo que al principio parece ser pequeños efectos anuales». No es de extrañar que el estudio haya determinado que el trabajo sindicalizado ganaba salarios un 15 por ciento más altos que los de trabajadores no sindicalizados, pero también encontró que los salarios en general sufrieron dramáticamente como resultado de una economía 30 a 40 por ciento más pequeña de lo que habría sido, en ausencia del sindicalismo.
A pesar de que el sindicalismo en realidad ha empeorado la situación de los trabajadores, el argumento habitual en favor del sindicalismo y la legislación favorable al trabajador es que, en ausencia de estas, los empleadores pagarían a sus trabajadores salarios desmesuradamente bajos.
El economista George Reisman propone un experimento mental útil en sentido contrario. Supongamos que usted es dueño de un auto en la ciudad de Nueva York, pero eventualmente decide que la molestia de encontrar y pagar estacionamiento es demasiado grande, y le gustaría deshacerse del auto por esa razón.
Suponga, además, que usted se siente tan frustrado por poseer un auto inservible en la ciudad, que estaría dispuesto a venderlo por un dólar. ¿Significa eso que de hecho tendrá que venderlo por un dólar? Por supuesto que no. Dada la gran cantidad de compradores potenciales de su automóvil, unos mejorarán las ofertas de otros.
Si un comprador potencial le ofreciera sólo un dólar, Ud. seguro lo rechazaría aunque, en un estado de completa desesperación, hubiera estado dispuesto a venderlo en esa cantidad. Esta persona, debido a su oferta baja, se perderá por completo la oportunidad de comprar el auto, ya que sus rivales simplemente ofrecerán más por él.
Exactamente el mismo proceso ocurre en el mercado de trabajo. Charles Baird, de la Universidad de California, explica:
Esta idea de que los trabajadores sin sindicatos tienen inherentemente una desventaja en poder de negociación frente a los empleadores, es la base para el apoyo de la mayoría de los individuos al sindicalismo y se recoge en la Ley Wagner. Pero esa desventaja es un mito. El poder de negociación de un trabajador depende de las alternativas que tenga. Si la alternativa de un trabajador, es trabajar para el Empleador A o no trabajar (es decir, si el Empleador A es monopsonista: el único oferente de trabajo), el trabajador tiene poco poder de negociación. Si el trabajador tiene varias alternativas de empleo, tiene un fuerte poder de negociación. Puede haber habido casos de monopsonio u oligopsonio en el siglo XIX, pero … fueron de corta duración. El monopsonio laboral no ha sido un factor significativo en el mercado de trabajo estadounidense desde la introducción y el uso generalizado del automóvil.
La evidencia empírica simplemente no apoya la sabiduría convencional con respecto a los sindicatos. Si los empleadores estuvieran realmente en condiciones de imponer cualquier tipo de salario que desearan, entonces ¿por qué en las décadas anteriores al sindicalismo a gran escala los salarios no disminuyeron hasta llegar casi a cero? (De hecho, como veremos más adelante, los salarios reales subieron vertiginosamente en las décadas que precedieron a la adopción de la legislación laboral moderna). Por otra parte, ¿por qué los trabajadores calificados ganaban más que los trabajadores no calificados? Si las empresas estuvieran realmente en posición de decir a los trabajadores: “tómenlo o déjenlo” a cualquier salario patético que pudieran optar por ofrecer, ¿por qué habrían sentido la necesidad de pagar a los trabajadores calificados más que a los trabajadores no calificados? ¿Por qué no pagarles a ambos la misma miseria?
La justificación del sindicalismo posee una plausibilidad superficial, pero es en realidad completamente falaz. Los salarios reales no se deben a la actividad sindical, sino al proceso que George Reisman describe en su teoría de la productividad de los salarios (que describo aquí). En resumen: la inversión de las empresas en maquinaria aumenta la productividad de la mano de obra y, por tanto, incrementa la capacidad de producción de la economía, y esta mayor oferta impulsa a la baja a los precios.
Como explica Reisman: «Es la productividad de la mano de obra la que determina la oferta de bienes de los consumidores, en relación con la oferta de mano de obra y, por tanto, los precios de los bienes de los consumidores en relación con los niveles de salarios». Este fenómeno no siempre es fácil de ver en una economía inflacionista como la nuestra, en la que los precios de la mayoría de los bienes parecen subir consistentemente. Pero el punto sigue siendo: al aumentar la productividad, los precios disminuyen, y todos los ingresos reales (salarios incluidos) aumentan.
Es por eso que los impuestos sobre la renta y el capital son tan tontos y contraproducentes. Tales impuestos dificultan la inversión empresarial, que es precisamente lo que mejora nuestro nivel de vida. La gran mayoría de profesores de secundaria y universitarios pasan su tiempo condenando la maldad de los empresarios y los ricos; y elogian la tributación como un método justo para redistribuir las ganancias supuestamente mal adquiridas de los ricos hacia los pobres despojados y oprimidos. Esas personas no tienen la más mínima idea de cómo se crea la riqueza, y sus propuestas de políticas impulsadas por la envidia inevitablemente hacen que la sociedad sea más pobre de lo que podría ser.
La mayor parte de la literatura académica existente sobre la historia laboral estadounidense es esencialmente ilegible. Da por sentado todos los mitos económicos del sindicalismo, da por sentada la justicia y moralidad esencial de la causa sindical, y la perversidad de cualquiera que se atreva a oponerse a ella. Los incidentes más importantes de la historia del sindicalismo americano, como el incidente de Haymarket de 1886 y la Huelga de Homestead de 1892, son a menudo descritos engañosamente para ajustarse a las demandas ideológicas de la visión unidimensional sindicalista.
Sin duda, los historiadores y los activistas sindicales no sabrían por qué, en un momento en que el sindicalismo era numéricamente insignificante (sólo un tres por ciento de la mano de obra estadounidense estaba sindicalizada en 1900) y la regulación federal casi inexistente, los salarios reales de la industria manufacturera crecieron un increíble 50 por ciento en los Estados Unidos desde 1860 a 1890, y otro 37 por ciento desde 1890 a 1914; o por qué los trabajadores estadounidenses tenían mayores ingresos y mejores condiciones de vida que sus contrapartes europeos, mucho más sindicalizados. La mayoría de ellos parece hacer frente a estos hechos incómodos simplemente ignorándolos.
El economista sindicalista W. H. Hutt se refirió en 1973 a las leyes Norris-La Guardia y Wagner como «errores económicos de primera magnitud». Los economistas Vedder y Gallaway determinaron que la legislación laboral del New Deal jugó un papel significativo en agravar el problema del desempleo. Tanto la teoría como la historia revelan la misma conclusión: una sociedad que genuinamente desea hacerse más rica, disfrutar de más tiempo libre y vivir más tiempo, simplemente ha de anular todos los impuestos sobre negocios y capital. Eso haría más por el bienestar material de los trabajadores estadounidenses que todos los idealizados episodios de las “luchas” —palabra favorita de los historiadores laborales— de los trabajadores.