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Que la burocracia es un mal, pocos lo discuten (sólo los burócratas). La discusión es si sea un mal necesario.
La posición anarquista no deja lugar a dudas: jamás es “necesario” parasitar a la sociedad violentamente.
Veamos otros efectos de por qué sea nocivo, moralmente malo, censurable, ser burócrata.
Hay dos formas, y sólo dos, para que el hombre satisfaga sus anhelos y necesidades. Uno, es la producción e intercambio voluntario de riqueza; es el medio económico. El otro es la apropiación, no compensada ni voluntaria, de la riqueza producida por otros; es el medio político. El estado es la institucionalización del medio político. El estado no es una institución social, administrada en ocasiones de manera antisocial; el estado es una institución antisocial. ~Franz Oppenheimer
Todo hombre sabe que, para lograr que los demás le den dinero, ha de proporcionarles algo de valor que los convenza. O amenazarles. No hay una tercera opción.
La burocracia no es una tercera opción; es solamente el medio político mal disimulado.
Como todo artista que sufre escasez sabe, no basta que lo que produzcas sea bueno; debe tener demanda para que se refleje en un buen ingreso.
Demasiados ante el deseo de tener buenos ingresos, pero secretamente conscientes de su mediocridad e incapacidad de obtener dicho ingreso voluntariamente de clientes, se ven atraídos a la burocracia.
En un artículo anterior (v. Los burócratas son parásitos) decíamos que en el caso concreto de Ecuador, al cabo de una década de estatismo los burócratas se hacían pagar cuatro veces el ingreso promedio de un trabajador del sector privado.
Y no sólo eso: el trabajador promedio producía el doble, pero recibía sólo la mitad. Los marxistas y estatistas acusan al empleador de apropiarse de la plusvalía, pero claramente el parásito es el estado.
La burocracia permite a gente mediocre, pero inescrupulosa, tener ingresos muchos más altos que lo que producen, gracias a su asociación con el monopolio de violencia. Por supuesto, lo hacen a costa de los que producen, y no reciben el fruto completo de su trabajo. Alrededor de la mitad se lo quedan los burócratas, y con ello se dan a sí mismos sueldos en promedio cuatro veces mayores que quienes son parasitados.
No lo olvidemos: el burócrata se apropia de la mitad de la productividad del trabajador, para proporcionarse un ingreso cuatro veces mayor que el trabajador privado. Gente pobre mantiene a los parásitos estatales, y permanecerá en la pobreza por ello, pues los burócratas consumen capital que no se reinvierte en la creación de riqueza.
TODO burócrata sabe que es difícil que lo despidan. A diferencia del sector privado —donde un trabajador debe constantemente debe probar que es rentable tenerlo en nómina, y si no lo es, el bolsillo del dueño sufrirá las consecuencias— un empleador en el sector público no siente en su propio bolsillo la mediocridad de un empleado ineficiente, así que no tiene urgencia alguna por deshacerse de él o reemplazarlo; total, es dinero de los contribuyentes, un sector demasiado atomizado como para presentar un frente común ante la burocracia. ¡Ah!, además no disponen del monopolio de violencia, como sí tiene la burocracia.
¿Qué tipo de gente cree Ud., estimado lector, que se sentirá atraído hacia cierta garantía de no ser despedido, aún si se es mediocre? ¿Un empleado ambicioso y eficiente, o uno mediocre? De ahí que, pese a la tan cacareada “meritocracia”, el estado atraiga a los elementos más indolentes y mediocres de la sociedad: aquellos que conocen su propia mediocridad, y quieren evitar sus consecuencias.
Los títulos universitarios —llave maestra de la “meritocracia”— están enviando señales equivocadas, pues todos los parásitos de alto nivel los tienen, y llegan a esos puestos precisamente gracias a esos títulos. Este sospechoso contubernio de la supuesta “academia” con el monopolio de violencia, es un tema recurrente en este escrito, que trataremos de explorar en detalle.
Todo lo que veremos es corolario del punto anterior. Si, para efectos de la discusión, aceptamos que el rol de gobierno es controlar, y por ello pagan en promedio cuatro veces más que el sector privado, ¿no tendremos pronto una mayoría que deseará “controlar” en vez de producir?
Producir es difícil. Sacar un producto al mercado requiere un montón de energía, y ¡ni hablar de encontrar clientes! A veces todos los esfuerzos son en vano: no hay las ventas suficientes, el negocio da pérdidas, y debe cerrar. Se ha destruido capital, hemos perdido nuestros ahorros.
La mayoría de negocios fracasa. Para que alguien gane mil, dos mil dólares entre nosotros, significa que produce para la empresa más, pues de lo contrario no sería rentable contratarlo. Por eso salarios así no son comunes en las empresas, pero sí en la burocracia. [V.] Y si hay salarios altos así, atraen competencia, lo cual tenderá a bajarlos; una vez más, no sucede así en la burocracia.
Esto deriva en un riesgo moral grave: la burocracia tenderá a crecer, la gente querrá vivir parasitariamente de los demás en vez de trabajar. ¿Para qué esforzarse, si otros se van a beneficiar de la mitad del fruto de mi esfuerzo? Este riesgo moral es una espiral de decadencia de la que generalmente no hay vuelta atrás. [v.] La sociedad se llena de “metomentodos”, busybodies deseosos no de producir, sino de controlar la producción de los demás. Apropiándose de la mitad de ella.
Veámosla detenidamente.
Por riesgo moral entendemos que se difunda en la sociedad ideas al revés: que usar la violencia es bueno, que la mentira es verdad, que el honesto es un tonto ingenuo.
Como son varias veámoslas en apartados:
Fíjense en la trayectoria laboral de un “burócrata de carrera”. Son personas que desde jóvenes entraron al área pública y ahí se quedaron.
El burócrata sabe que difícilmente ganará en el sector privado lo mismo; así que si por alguna razón sale de su puesto, buscará procurarse otra sinecura en el sector público. Sabe que su ingreso no será el mismo en el sector privado. Sabe que arrastra un cierto estigma de ser vago y perezoso. Se resistirá a volver al sector privado.
No hay cosa más triste que un burócrata que no logra reingresar al sector público. Las “habilidades” que allí desarrolló —principalmente office politics, ese mundillo de cabildeo con el dinero ajeno— no son transferibles al sector privado; ese pequeño detalle de haber perdido el monopolio de violencia. Tratan de reinventarse como “consultores”; si acaso lo consiguen muy probablemente serán sus clientes sus antiguos camaradas apparatchiks.
No es de extrañarse que el burócrata, además de hacerse vago y parásito, defienda a capa y espada el status quo. Justificará su existencia con aquello de “servir al país”, “dar servicios a los pobres”, etc. No nos engaña ya.
En uno de sus bestsellers, Robert Kiyosaki muestra irrefutablemente la abismal cosmovisión que impera en los dos mundos: el productivo, y el parasitario estatal.
Ponía el ejemplo de un administrador que recibe un capital por parte de un inversionista para hacer crecer un negocio. Al cabo de cierto tiempo deberá demostrar resultados: cierta tasa de retorno, no pérdidas, y si ha logrado la meta ahorrando cierta parte del capital, pues mucho mejor.
En cambio en el sector público se penaliza el ahorro de capital. Veamos cómo.
Bien sabemos que el gobierno no está para generar ganancias, como una empresa. Más bien se parece a una fundación, que recibe un presupuesto para hacer ciertas obras.
Las instituciones presentan sus planes —en qué piensan gastar el dinero que van a recibir— y reciben el presupuesto.
Si una institución pública no gasta todo su presupuesto previsto, es probable que su administrador se meta en problemas; se espera que gaste el dinero.
Si alguna vez el administrador tiene suerte o es muy hábil y logra las metas propuestas —por ejemplo, un cierto número de atenciones a pacientes— con menos presupuesto del previsto, ¿existe acaso una manera de reconocerle y retribuirle esa buena administración?
Claro que no. Es probable que el próximo año fiscal vea su presupuesto reducido. ¡Evidentemente, había recibido más dinero del que “necesitaba”!
¿Vemos cómo los incentivos están al revés en el estado? Cuidar los recursos no tiene recompensa alguna (más allá de la satisfacción del deber cumplido en un burócrata consciente); el consumo total de recursos es lo que se espera.
No es de asombrarse entonces que lo usual sea que cada año fiscal las instituciones pidan más y más recursos; que nunca alcance el dinero; que cada vez tiendan a contratar más y más burocracia, que luego necesitarán más partidas presupuestarias para sus sueldos, etc.
En el sector privado, si un emprendedor no sirve bien a sus clientes potenciales, la falta de ventas le hará llegar el mensaje bastante rápido: ¡cambia o atente a las consecuencias!
En cambio en el estado, un político o burócrata de alto nivel puede aplicar sus ideas atrasapueblo que condenarán a millones a permanecer en la pobreza, y ese burócrata seguirá recibiendo su sueldo puntualmente.
A menos que sea condenado por corrupción o alguna otra razón de peso, si vive sin meterse en problemas, seguro recibirá una pensión vitalicia, por no mencionar los ingresos por “favores” que haya podido otorgar sin ser descubierto.
Frecuentemente tales ex-presidentes reciben comisiones para escribir libros, o cobran tarifas altas para dar conferencias, o pasan a ser “consultores” de las empresas que beneficiaron mientras estaban en el poder..., recibiendo así el pago por sus favores. Todo esto a costa del ciudadano común, que es quien corre con los gastos.
Si el burócrata o político toma decisiones que directamente empobrecen a las mayorías —por ejemplo, dificultando el comercio internacional, devaluando la moneda, subiendo impuestos, etc.— eso no le afectará a él; quizá potencialmente en la próxima elección, pero aún faltan unos años, y el interés difuso de las mayorías no se comparan con los beneficios concretos que recibe ahora mismo el burócrata: su sueldo sigue acreditándose automáticamente en su cuenta, sigue acumulando “favores” entre los poderosos, ¿qué podría salir mal? Al terminar su mandato recibirá una pensión vitalicia. ¡La vida es bella!
Las empresas que no se crean, los empleos que no se generan, la riqueza que no ve la luz, el desarrollo que no llega, son quimeras que no se comparan con los beneficios concretos que ve el burócrata y político en seguir haciendo lo que hace el monopolio de violencia: desviar recursos productivos hacia sí.
Empecemos recordando que axioma de que el poder corrompe, y atrae a los corrompidos.
Sobre la banalidad del mal, ya han hablado tantos tan bien.
Sólo puedo añadir que, luego de los experimentos de Milgram y Zimbardo —que demostraron cuán dispuestos estamos a obedecer a personas “con autoridad”, aunque sospechemos que estén equivocados— deberíamos tener aún más recelo por el poder, y estar dispuestos a vigilarlo, limitarlo y suprimirlo cuando sea necesario (V. nuestro artículo previo Son peligrosos, y están entre nosotros).
¡Qué va! El poder despierta admiración entre tantos de nosotros. “País de huasicamas”, nos recordamos de vez en cuando, tan dispuestos a oprimir a los demás por una cuota de poder, por mínima que sea.
Esta tendencia a la psicopatía —fácilmente perdemos la empatía cuando nos involucramos en el monopolio de violencia— lleva a cuestionarnos seriamente la necesidad de una “institución social” (el estado) manifiestamente antisocial y sociopática.
Normalmente en la vida privada si una persona es desagradable —espantando clientes potenciales— o poco productiva, eso se verá reflejado rápidamente en su ingreso: perderá clientes, será despedido.
Si un ciudadano privado cree ideas tontas —por ejemplo que el estatismo es bueno— tarde o temprano lo verá reflejado en su estándar de vida, que progresivamente se deteriora. Una masa crítica de votantes que experimenten algo parecido, y ocurrirá un “giro a la derecha”, como el que estamos experimentando hoy en día en latinoamérica.
Sin embargo el burócrata puede creer esas mismas cosas, y peores, sin experimentar consecuencia alguna: si tiene nombramiento o tenure, su ingreso difícilmente se verá afectado por las tonterías que crea, o que difunda.
Aún si alrededor suyo la economía del país se deteriora, el burócrata será el último en sentirlo: su ingreso no está sujeto a los vaivenes del mercado.
«Difícil es lograr que alguien entienda algo, cuando su ingreso depende de que no lo entienda», decía U. Sinclair. Esto se aplica plenamente a los burócratas.
No importa cuánta evidencia se acumule en contra de sus ideas: el burócrata permanecerá en sus trece defendiendo el monopolio de violencia que le da de comer.
De esta manera, por más refutadas que sean, las ideas perniciosas permanecen en la sociedad, gracias a los intereses creados de la burocracia.
Periódicamente nos escandalizamos cuando los niños de zonas empobrecidas quieren ser como los narcotraficantes cuando crezcan: ante la falta de oportunidades, son atraídos a ese ambiente de glamorosa violencia, dinero a raudales, respeto y temor reverencial a quienes pueden llegar a ser sádicos cuando de aniquilar a sus enemigos se trata. Los niños no hacen un juicio sobre la naturaleza moral de ese negocio; simplemente quieren tener lo que ellos tienen.
¡Pues esto se aplica plenamente a la burocracia! Los jóvenes son atraídos al monopolio de violencia, con sus altos sueldos, vacaciones extendidas, viáticos, guardaespaldas, cercanía con el poder, “estabilidad”… Que todo eso no sea productivo, que sea parasitario, ni se les pasa por la cabeza.
Tarde o temprano la sociedad empieza a preferir ser parásito a ser productivo, ignorantes que eso conlleva el colapso de la sociedad, como vemos en Venezuela (donde 50% de la población vive del estado, a costa del otro 50%, como mencionamos en otro artículo).
Dentro del gobierno no encontraremos anarquistas o libertarios. O, al menos, gente que defienda la libertad coherentemente, mientras colabora con el monopolio de violencia. Las dos cosas son contradictorias. ¡Hasta de un tal “militar anarco-capitalista” leí en redes sociales!
Lógicamente todo burócrata estará a favor del crecimiento del estado y de los impuestos, y llenará su discurso de frases biensonantes sobre los pobres, la resdistribución de la riqueza, la educación, etc.
Ahora sabemos que todo ese “amor por los pobres” es falso, pues viven de los pobres: y no sólo eso, los pobres permanecen en la pobreza pues alrededor de la mitad de su ingreso es parasitado por los burócratas.
No sólo parásitos y ladrones: además continuamente están predicando que lo hacen “por el bien de los pobres”. Por eso hipócritas.
¿Por qué dijimos también que eran ruines? Porque continuamente están acusando a los empresarios de ser los explotadores.
No sólo son hipócritas: también buscan engbñar y dirigir el merecido odio y desprecio que deberían recibir, a quienes en realidad ayudan a los trabajadores.
¡Seguro esto le parecerá ya exagerado a muchos lectores! Pero no es así, el capitalista proporciona al trabajador la oportunidad de incrementar rápidamente su productividad y consecuentemente su ingreso. Una idea tan sencilla, fácilmente observable, y que refuta tomos y tomos de marxismo (incluso fue publicada antes que las tesis de Marx).
Léalo en palabras del propio descubridor de esa teoría, el profesor de la Universidad San Francisco, Juan Fernando Carpio, en La plusvalía de Say.
En efecto, siempre oímos a políticos y burócratas despotricar contra “los explotadores capitalistas”. No sólo eso, sino que también financian centros de estudios superiores donde se divulgan esas ideas y se premia a quienes las adoptan y divulgan. Esto merece su propio título.
¿Cuánto pagaría alguien de su bolsillo para que le enseñen marxismo? Seguramente muy poco, sabiendo que para lo único que sirve, es para hacer la revolución e instaurar gobiernos autoritarios. Uno se juega el pellejo y no es seguro que su “inversión” vea un retorno significativo. Además, los libros marxistas están libremente disponibles gratis en la red.
¿Cuánto pagarían asociaciones de padres de familia para que a sus hijos les enseñen marxismo? ¡Dudo que mucho! No es el sueño de cada padre que su hijo se ponga un fusil al hombro y coja pa’l monte.
¿Cuánto pagaría el monopolio de violencia para enseñar marxismo? Bastante bien, por cierto. Profesores del IAEN ganan alrededor de $4.000 mensuales por cantar loas al gobierno, lo cual los coloca cómodamente en el 1% mundial de más ingreso. Y seguro que los oiremos criticar “a los ricos”. Hipócritas.
No sólo que los burócratas de alto vuelo tienen un interés en difundir “academia y ciencia social” (?) que los hace ver en una luz favorable. Asimismo los burócratas que tomen los cursos en el IAEN —o en cualquier otra universidad, en realidad— verán inmediatamente incrementado su ingreso, gracias al ascenso de categoría por los “estudios” realizados.
No importa que lo estudiado sea tan inútil como posmodernista: el ascenso está garantizado, total, es dinero que a otros les ha costado ganar.
En el sector privado un estudio de posgrado debe respaldarse con un notable incremento en la productividad; de lo contrario, el trabajador corre el riesgo de paradójicamente devaluarse ante los ojos del empleador, si pretende —por el sólo hecho de haber terminado un postgrado— que le suban el sueldo. Ha incrementado su costo, sin aumentar su productividad.
De ahí que veremos que alguien puede estar sobrecalificado: los empleadores tenderán a evitarlo, pues aspirará a ganar más sin mostrar realmente más productividad, y si se resigna a trabajar por menos, pues tampoco, a nadie le gusta tener un trabajador de mala gana.
Alguien formado en las ideas del monopolio de violencia, en vez de trabajar en volverse más barato y más productivo —que así es como se genera riqueza— albergará odio y rencor contra el sector privado, que “no lo aprecia en su justo valor”, ni le “rinde los honores debidos a su cargo” (en serio, frases así constan en los títulos universitarios).
Más bien tenderá al monopolio de violencia, donde “no hay explotación”, según dicen, “y te tratan bien”, con vacaciones extendidas, sueldos altos etc.
Esta mentalidad de entitlement y desconexión con la realidad productiva merece también su propia explicación.
Caray, ya son dos evidencias de la complicidad de las universidades con el gobierno. ¡Atentos!
Cualquier emprendedor me dará la razón que sacar adelante un emprendimiento es una verdadera hazaña. Horas interminables de trabajo, sin la garantía de un ingreso, y peor aún, el riesgo constante de perder lo invertido: algo así como 90% de probabilidades de fracaso. ¡Y en ocasiones es la segunda o tercera vez que lo intentan!
Es comprensible que las mayorías prefieran la seguridad de un empleo: un ingreso predecible, sin la posibilidad de perder dinero trabajando, que ése es el riesgo que corre un emprendedor.
Es así fácil entender que quien ha logrado esa magia y milagro de lograr combinar capital invertido y sueldos pagados en un concierto que produzca más que lo invertido, tratará de cuidarlo y conservarlo: ¡es algo tan frágil… algo tan improbable que suceda!
No así el burócrata. Si cualquier empleado privado mediocre desprecia el capital invertido —el cual ignora que le permite multiplicar su productividad y su ingreso—, considerándolo poco menos que la razón de su explotación, el burócrata no digamos que lo desprecia: es peor, es tan frío como un reptil ante la fuente de su ingreso (pues el burócrata vive principalmente, no lo olvidemos, de los impuestos que pagan las empresas).
El empresario tiende naturalmente a ser conservador; sabe que detrás de su empresa hay tantas horas de trabajo y esfuerzo, que leves cambios en el ciclo económico pueden ponerlo a pérdida, que no hay que “arreglar lo que funciona bien”, pues la ley de Murphy es inexorable. Muchos son de mediana edad y la idea de volver a empezar todo de nuevo —con 90% de probabilidades de fracasar, no lo olvidemos— lógicamente no es atrayente.
Por supuesto todo eso trae sin cuidado al burócrata (y al empleado indolente). El burócrata ni se inmuta por el destino de las empresas que son quienes lo sostienen. Consulté a un familiar muy cercano, el “estatista residente” de la familia, si no fuera preferible para los intereses de la burocracia —es decir, los suyos— que hubiera más y más empresas prósperas, pues de los impuestos que ellas pagan, vive el burócrata; más empresas aseguraría su ingreso.
Lógico, pero un depredador no es lógico. Mi familiar creía que peor era para los intereses del estado la evasión tributaria.
De esta manera, pienso que el burócrata es peor que un depredador. Un león con el estómago lleno ignora a una gacela que esté cerca. Un burócrata es incapaz de ese mero cálculo económico.
Imaginemos un león que aprende a cultivar pastos, para así mantener un rebaño de gacelas que le proporcionen alimento. Sería un león inteligente: si dedicara parte de sus esfuerzos en fomentar el bienestar de las gacelas, se ahorraría esfuerzos futuros y todos se beneficiarían.
Por otra parte, otro león que, siendo consciente de que podría intentar eso de cultivar pastos para engordar gacelas, más bien prefiere seguir depredando con ferocidad un rebaño de gacelas cada vez más escaso, demostraría poca inteligencia, ¿no?
La situación en la que se encuentra un burócrata no fomenta el uso de inteligencia para ahorrarse esfuerzos ni visión a largo plazo. ¡Es lo contrario de la civilización!
Un león criador de gacelas… dejemos de hablar de leones, pues los seres humanos hacemos eso mismo. Un agricultor ama los animales que tiene, les coge cariño, les pone nombres, aunque después se los coma o los venda para el faenamiento.
Un empresario aprecia sus clientes, los trata bien, pues sabe que si los maltrata, fácilmente puede perderlos a la competencia. Sabe cuánto cuesta lograr una nueva venta.
El burócrata es incapaz de hacer ninguna de las dos cosas: ni de hacer esfuerzos por cuidar y acrecentar su “ganado” —nosotros, los contribuyentes— ni les tiene el mínimo de gratitud o cariño, más bien los desprecia: su sueldo aparece mágicamente depositado mes a mes, no ve la mano del contribuyente por ninguna parte.
¿Por qué son así? ¿Por qué son tan ruines?
Me atreva a afirmar que el origen del burócrata es un profundo complejo de inferioridad, que crea envidia; las dos emociones que permiten explicar su conducta. Lo veremos en el próximo acápite.
¿Qué es un progre? Cito la definición de Gloria Álvarez, en su libro Cómo hablar con un progre: «El progre … es de clase media o alta, con ideas de izquierda, y cierta inquietud intelectual. Es un burgués que no reconoce serlo, que no renuncia a su vida cómoda, pese a que dichas comodidades materiales que tanto aprecia vienen de su principal enemigo: el capitalismo.», y cita otra excelente definición: «aquel que se siente profundamente en deuda con el prójimo y propone saldar esa deuda con tu dinero».
Ariel Mayo lo explica magistralmente en su blog:
para los progresistas, el marxismo es anacrónico y/o utópico. Sin embargo … los progresistas ven con disgusto las diferencias sociales que engendra el sistema capitalista. Es por eso que critican el incremento de la desigualdad social …
no obstante, el rechazo de la lucha de clases y aún de la existencia misma de la clase trabajadora, pone a los progresistas en una situación difícil. ¿En qué actor social apoyarse para reformar los aspectos más repugnantes de la sociedad en que vivimos?
La respuesta no es novedosa: corresponde al Estado encargarse de resolver los problemas sociales, en tanto representación de los intereses de toda la sociedad. Para que esta solución sea viable es preciso rechazar el concepto clasista del Estado, pues si los organismos estatales defienden los intereses de una clase social particular, resulta imposible que expresen el interés general. De ahí la preferencia de los progresistas por los conceptos de democracia y ciudadanía».
El burócrata encuentra así en el progresismo un beneficio triple: considerarse “de izquierda” siendo un burgués consumista; sentirse, por “ser de izquierda”, moralmente superior; justificar su existencia parasítica en el monopolio de violencia, por estar dizque luchando contra la desigualdad.
(No olvidar que no hay nadie más “desigual” en ingreso que el burócrata, que se hace pagar cuatro veces más que lo que ganan quienes lo sostienen. V. nuevamente nuestro artículo anterior Los burócratas son parásitos. Además que el propio gobierno es quien aupa la desigualdad a través del monopolio de violencia)
Crear un puesto de trabajo en el sector privado cuesta desde unos pocos miles de dólares, hasta varios cientos.
Cada puesto de burócrata cuesta, en consecuencia, uno o dos puestos de trabajo en el sector privado, cada año.
Es dinero que no se reinvierte en creación de más riqueza, empleo y empresas, sino que se consume en los “latisueldos” burocráticos.
Sabiendo que siempre será mejor un empleo a una subvención o ayuda social, podemos afirmar que hay pobreza, porque hay burocracia: cada burócrata impide, cada año, a uno o dos compatriotas salir de la pobreza; el número de gente impedida de abandonar la pobreza por los burócratas aumenta cada año.
No confundir lo que cuesta un puesto de trabajo en salarios cada año, con lo que cuesta crear un puesto de trabajo; es decir, la inversión de capital requerida. V. ¿Cuánto cuesta crear un puesto de trabajo?, por el Banco Mundial, pone la cifra en alrededor de US$30.000, y la cifra no varía mucho entre el primer mundo y el tercero, como cuanta diario El Clarín en Cuánta plata hace falta para crear un puesto de trabajo. De ahí que sea comparativamente más fácil crear empleo en el primer mundo, donde ya se ha invertido bastante capital, y los altos sueldos permiten ahorrar para crear más capital y más empleo; y que sea comparativamente más fácil destruirlo en el tercer mundo, ¡precisamente donde más se necesitan esos empleos!, pues los bajos sueldos motivan a tantos a hacerse burócratas y consumir capital, en vez de ahorrarlo para crear empleo, en una viciosa espiral de pobreza y atraso.
Los detractores de estos cálculos se oponen a eliminar el parasitismo social y los obstáculos a la generación de riqueza, empleando falaces argumentos.
Por ejemplo, dicen que los empleos generados por reducciones fiscales cuestan más que si se hubieran creado esos mismos puestos de trabajo en la burocracia.
V. por ejemplo Créer un emploi avec le CICE coûte trois fois plus cher qu’embaucher un fonctionnaire.
Por supuesto que quien vive de parasitar al prójimo en la burocracia o el onegeísmo será difícil de convencer de lo contrario. Pero ahí va:
Primero es menester denunciar la mentalidad de ladrón que tiene el burócrata, pues el hecho de abstenerse de apropiarse de lo ajeno, le parece “perder dinero”. Es una desviación moral inaceptable: se cree con más derecho a los recursos, que quienes los han generado sudando la gota gorda.
Segundo, es verdad: si el estado deja de apropiarse de dinero de las empresas y generadores de riqueza, es obvio que no todo ese dinero se invertirá en generar empleo; parte se ahorrará para reinvertirlo en el futuro, parte se dedicará a consumo (all work and no play...) y parte se verá como creación de empleos.
El burócrata no desea que esos incentivos existan; desea simplemente gastarse él ese dinero. Mentalidad de criminal, y bastante tonto también, pues disuade la creación de riqueza que sostiene el pago de impuestos del que vive.
Tercero, en su estrechez de miras el burócrata no ha visto más allá del dinero que él “está perdiendo” hoy. Si como dijimos cada puesto de burócrata cuesta cada año la inversión necesaria para crear uno o dos puestos de trabajo, en pocos años ese sui géneris “ahorro” que sugiere el burócrata (“contraten más burócratas en vez de dar beneficios fiscales a las empresas”) es una pérdida para la sociedads: habrá menos contribuyentes al fisco y el ingreso del burócrata se volverá menos seguro, ante lo cual probablemente se incremente la violencia estatal recaudatoria, con lo cual se disuadirá la creación de riqueza... y así en una espiral empobrecedora.
Esta palabra ha caído en desuso en el discurso ciudadano, salvo en “clientelar”, y es una lástima pues describe un fenómeno desagradable propio de la antigua Roma, pero bastante común hoy en día.
Daniel Lacalle explica en un tweet suyo cómo en varias provincias argentinas hay más parásitos que ciudadanos productivos:
[foto tweet]
En otro caso mencionamos que en Venezuela más de la mitad de la población pretendía (mal)vivir a costa de la minoría.
Tomando en cuenta que generalmente el ingreso público es mucho mayor que el privado, ¡imagínense lo absurdo de que las pulgas pesen más que el propio perro! Pobre animal, no vivirá mucho así. Lo mismo nuestras sociedades.
V. Are You in the Top One Percent of the World?, donde se calcula que para ser parte del 1% mundial de más ingreso se requieren $32.400 al año. Eso, sin ajustar a PPP.